
Estamos acostumbrados a
desconfiar de la gente. Vivimos en una sociedad que ha creado seres de dos
caras e incapaces de confiar en alguien. No concebimos la idea de que alguien pueda
regalarnos o hacer algo bueno por nosotros solo por el hecho de hacerlo,
creemos que siempre hay una segunda intención por detrás, que por lo general es
así.
Cuando algún desconocido se
acerca a nosotros ya estamos mentalizados a decir que no. Si viene bien vestido
seguro es un religioso que quiere “convertirnos” o es un vendedor. Si es
alguien que está mal vestido enseguida pensamos que nos viene a robar o a pedir
una moneda, y estamos más determinados a decir que no.
A veces en la calle voy mirando a
la gente y tratando de leer en su rostro algo que me diga quienes son. Pero a
veces las apariencias engañan. Nos estamos haciendo cada vez más expertos es
vivir de forma doble. En ocultarnos tras las apariencias, en no ser
transparentes.
¿Y qué pasa en el mundo
cristiano? ¿No se supone que debe ser transparente un cristiano? Pero en las
iglesias esto se ha transformado en un arte, hay profesionales en vivir vidas
dobles.

El cristiano debe vivir una vida
doble, que parte su vida espiritual. De su relación con Dios, debe buscar
ayuda, orientación, la guía de Dios, muchas veces estar en silencio en su
presencia y recibir todo cuanto pueda de Dios. Debe ser como una esponja,
absorber mucho de Dios. Luego al estar
con otros esta escena debe cambiar, debe escurrir todo aquello que absorbió, le
toca hablar lo que escuchó, le toca dar lo que recibió. Ahora es él quién
transmite el conocimiento y la gracia que recibió de Dios. Es una vida doble. La
primera, en la intimidad, una vida de contemplación de la grandeza de Dios. En la
segunda, en la comunidad, una vida que transmita y demuestre la eficacia de la
gracia de Dios.
¿Pensaste que hablaba de vivir
una vida doble en el sentido de ser un lobo vestido de oveja? No, eso no. Jamás
un cristiano debe vivir ese tipo de doble vida.
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